Las fronteras son la abstracción más ridículamente abyecta que la mente humana ha podido abortar. Esas líneas imaginarias que trazan caprichosos relieves sobre la geografía terráquea, siempre han carecido de sentido a las personas que habitan en sus inmediaciones.
Ecuatoriano, colombiano, no tiene ningún sentido la nacionalidad cuando se vive cruzando un puente a diario, sin noción de pertenencia a uno u otro estado. Para quiénes habitan las orillas territoriales, la nacionalidad es un tema de papeles, no de orgullos patrioteros. Para el habitante fronterizo, es más importante el sobrevivir que cualquier otro tema, es el día de hoy lo que cuenta. No importa en cuál de los dos márgenes.
En Rumichaca, se observa esta especie de "blending" natural, la fusión cultural de las idiosincracias ecuatoriana y colombiana. Como siempre, se absorbe con mayor facilidad lo peor de cada cosa.
El maldito tramitador les vió la cara de imbéciles a mis amigos. Guillermo, un joven de caracter tan voluble, era el más encolerizado. Imprecaciones obscenas, maldiciones irreverentes y deseos de maldad acendrada en contra del tipillo hijo de mil putas de cabaret barato que les había robado el dinero.
- Vamos, chucha, que ya no se puede hacer nada - le dije.
- Simón, ojalá que le de diarrea a ese hijueputa - dijo Guillermo.
Todo había sucedido muy rápido. Habíamos llegado casi tan mal como salimos de Quito. Con el tripaje virado, en palabras de Andrés.
El camino era relativamente corto, en Rumichaca no hay mucho que ver, realmente. Vendedores, mercachifles y buhoneros enmarcan el cuadro pueblerino de una localidad que de no ser por el exceso de policías y extranjeros podría pasar por cualquier otro recinto de la Serranía.
Teníamos que cruzar la frontera, eso era imperativo. Y cometíamos el primer error grave del viaje. Preguntar a un desconocido.
- Señor, disculpe, ¿hay que pagar algo para cruzar? - le dijo Andrés a un tipillo que por más señas lo conocían como el "Chipe".
- Si, mire, vea. Usted tiene que pagar veinte mil pesos, pero si va pa’ Cucuta, entonces tiene que traer el pasaporte pa’ que se lo sellen, chino.
- ¿Pasaporte? Pero, nos dijeron que con la cédula de ciudadanía era suficiente - le dije, mientras me formaba una imagen mental del fulano.
Típico colombiano. Por el acento, parecía un caleño. Alrededor de 35 años, bajo de estatura, de piel clara, cabello arremolinado. Un ejemplar de pillo de comisaría, en versión colombiana.
- No, chino. La cédula solo si va hasta abajo de Cucutá - nos dijo dándole una mirada de reojo a nuestro equipaje. Allí vendría el error estúpido. Como dicen en mi pueblo: "Dimos papaya". - ¿Y pa’ donde van los bergajos?
Guillermo, como siempre destacaría por su falta de prudencia. Era sorprendente que nunca le hubiera sucedido nada mayormente peligroso. Tenía un halo magnético para atraer problemas y luego derivarlos a los demás. Pero, en esta ocasión, su arco deflector de cagadas estaría fuera de operación.
- A Bogotá. ¿queda lejos de Cucuta?
- Vea, si va pa’ Bogotá tiene que venir con el pasaporte.
- No joda - le dije de forma automática. No estaba dispuesto a regresar a casa sin pisar Colombia. No, carajo.
- Si, pero se lo puede ayudar, mi ecuador.
- ¿Y cómo? - le preguntó Andrés, que reaccionaba en ese momento. El tintineo de dinero que se salía del bolsillo, peligrosamente invadía la psiquis.
- Mejor dicho, ¿cuánto nos va a costar? - le dije, casi sin paciencia. Logré que el fulano de sonrisa calculada, cambiará de expresión al menos un poco.
- Pues, pa’ mi yo no le pido nada. Lo que me quiera dar, chino. Pero, los de migración, esos le piden como 20000 pesos si uste’ va solo. Yo les hablo, se lo dejan en 10000 pesos.
Sentí claramente, como si me hubieran jalado el escroto hasta la frente.
- Gracias, amigo, no necesitamos ayuda.
- Pero, loco, ¿y qué hacemos si nos regresan? - me preguntó Andrés. Se lo notaba preocupado. Después de todo, el viaje no fue fácil y valdríamos trozo en la Facultad si no llegábamos a buen término.
- No nos van a regresar, chucha.
- No se, si tú quieres, arriésgate. Yo mejor me voy con este pana.
- Simón, yo también, no seas agarrado, loco - dijo Guillermo.
- Saben que, váyanse a la v..., par de cojudos - les dije, mientras el tipillo me quedaba viendo con una expresión de fingido resentimiento.
- Oiga, ¡yo no le cobro ni un peso! - me dijo con un rostro en el cual hubiese jurado que asomaban las lágrimas. - Ni que yo fuera ladrón, que o que. Aqui todos me conocen desde sardinico, pregunte allá, vea, por el "Chipe".
- Muchas gracias, Don Chipe. Puedo cruzar sólo - le dije. No había tiempo que perder, no iba a esperar a que ese par estuviese del otro lado. ¡Ni cojudo!
-*-
Había imaginado algo diferente. Siempre pensé en la estación de control de migración, como en un gran edificio de dos pisos, con francotiradores apostados en el techo y una multitud de guardias y agentes de inteligencia encubiertos tratando de detectar a los traficantes de drogas y armas. Incluso había pensado en las celdas para detener a los sospechosos, el laboratorio y la máquina de rayos X. Parece que había pasado muchas horas sentado en frente de la caja boba.
El paso era algo de lo más simple, minimalista en todo sentido. Pocos guardias fronterizos, si es que a un grupo de pacos mal pagados, con una educación inferior al promedio - que ya es bajo - y una cortesía inmundamente condescendiente, se les puede llamar asi.
- Buenos días, sus papeles, por favor.
- Buenos tardes, aqui están los papeles, señor. Mi cédula, el permiso militar de salida y la cédula militar.
- Mmmm. ¿A dónde se dirige?
- A Bogotá.
- ¿Con quién va acompañado? - me dijo. "Con la puta de tu madre", le quise contestar.
- Con un par de amigos.
- ¿Motivo de la entrada? - dijo. Esto se empezaba a poner pesado y por un momento dudé en si había hecho lo correcto y por unos cuántos pesos no iba a poder ingresar. No me molestarían tanto las burlas, como el saber que me hubiese comportado como un verdadero cretino desleal con mis amigos.
- Voy a un Congreso en Bogotá. Soy estudiante universitario.
- Sòlo puede quedarse hasta sesenta días. Y no puede viajar más allá de Cucutá. Tiene que cancelar el valor de la especie, señor.
- ¿Cuánto es? - le pregunté.
- Dos mil pesos.
- Una pregunta, señor. Cucutá está arriba o abajo de Bogotá.
- Cucutá está cerca de la frontera con venezuela. Vaya a que le revisen las maletas. Siguiente, por favor.
- Gracias.
Todo en orden. No hubo perros olfateando mis testículos, ni interrogatorios severos. Tampoco hubo un cateo personalizado. De lo más regular, no habría empleado más de veinte minutos en cruzar.
Caminé en dirección de la estación de buses. En realidad, tenía más el aspecto de una colmena. Buses, busetillas y hasta camionetas - de esas qué en los noventa, se solían llamar "pick-ups" - regadas todo alrededor de una hedionda terminal. Nada que no hubiera visto en Ecuador o en Perú.
Enciendo un cigarrillo y me doy cuenta de que era el último de la caja.
- Maldita sea, y ahora ¿cuánto me costará una cajetilla aqui?
El clima era benigno, como había esperado, pero estaba curiosamente nublado para ser algo más de mediodía. El sol andino que suele ser abrasador e inclemente con la epidermis, no brillaba fulgente como solía recordarlo. Al contrario, todas las señas daban a a entender que iba a...
¡Llover! ¡Por la gran escuela de proxenesis! Eso es lo que había olvidado traer conmigo. El maldito paraguas. Ahora tendría que prestar uno, si Andrés o Guillermo tuvieran uno extra...
¿Y estos parias? No se habían aparecido y dudaba mucho de que me hubieran dejado botado. El pacto era que pase lo que pase, íbamos a permanecer juntos. En ese momento, sentí con todo su peso, la culpa por violar un juramento grupal. ¡Imbéciles!
Enfilé camino de regreso al puesto de control. Seguramente, estaban en algún tipo de problema. Se los dije, no se puede confiar en un desconocido. Mucho menos, si era un colombiano de mala traza.
- o -
- Chino, usted me debe cinco mil pesos - le decía el Chipe a Andrés, que tenía un rostro a medias de arrepentimiento, a medias de indignación.
- Tú me dijiste que no ibas a cobrar nada por ayudarnos - le dijo Guillermo. Estaba fuera de si, de lejos lo veía recorrer círculos osbre el terreno polvoso.
- Ah, y ¿qué pensaba el huevón? ¿Qué yo como de la caridad? - le disparó a voz en cuello.
Tenía medida la situación desde que los vi trenzados en esa discusión. El tipo no entendía de razones, ni de promesas, lo que quería era plata. Nuestra plata. Para empeorar las cosas, estábamos en su terreno y si actuábamos en su contra nos podría ir muy mal. Alguien podría seguirnos y meternos unos plomazos. O podrían robarnos en cualquiera de las vetusteces en que íbamos a subir. El Chipe lo sabía, más aún, sabía que nosotros estábamos concientes de nuestra inferioridad en su ambiente.
- ¿Qué pasa aquí? - entré en la discusión con una voz estudiadamente enérgica y del tono más grave y autoritario que me podía permitir alcanzar.
- ¿Que va a pasar, chino? Que estos huevones no me quieren pagar.
- Ah, habla serio. ¿Pagarte, qué? - le dije, cruzando mis brazos a nivel del abdomen, en una representación fiel del genio de la botella.
- ¿Cómo, qué? Si por mi es que han cruzado la frontera - me dijo. Toda su farsa histriónica de tipo "buen dato" había cedido paso a su verdadero ego coyoteril.
- Mira, maricón. Te lo voy a decir una sola vez: ya cogiste tu plata, ahora lárgate.
- ¿Ah, que, muy machito el huevón? - me dijo, mientras hacía un ademán de cuadrarse a pelear.
- Si, macho y sabido. ¿Crees que no se cuanto cuesta el pase? ¿O prefieres que me regrese al puesto, arme un relajo y te meta preso, cara de la buena ver..? - le dije. Mis puños estaban prácticamente alzados para romperle la cara. Me la estaba jugando, sí. Pero, a veces hay momentos en que la irracionalidad de algunos no te da más salidas.
- No, pues, chino, tranquilo, vaya, no más. Ojalá que no le vaya a pasar nada, pues.
- Ojalá que a ti tampoco - le dije.
Se alejó, murmurando, mascullando insultos y apuntándonos con el índice. Como dicen por allí, me valió trozo. Hecho estaba.
- Eres un hijueputa, negro. - me dijo Andrés.
- No soy un hijueputa. Solo que me cabrea que venga un vago marihuanero, hijo de las mil putas a joder la vida, amenazar y vernos las huevas. Por cierto, acaban de perder 8000 pesos cada uno, es decir como 26000 sucres. Los felicito, chucha, ¿cuántas bielas nos íbamos a chupar con esa plata?
- Ya, loco. Es que ese hijueputa nos asustó - dijo Andrés.
- Yo si le di los otros cinco mil pesos que mi pidió - dijo Guillermo.
- ¡Vales es ver..! - le escupimos a coro. El pobre Guille, ya no tenía cara para vernos a los ojos.
- Si ves, chucha de tu madre. Te lo dije. Mejor, dicho, se los dije. Pero, no, que va, ustedes son supersabidos.
- Ya, loco, no jodas, que me pongo más cabreado. Mejor vamos a coger el bus que ya me la quiero sacar de esta huevada.
- Ya, simón... pero vales paloma, igual.
- Ja, ja, ja.
El camino a la estación de buses, por alguna razón, me pareció más agradable.
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