San Cristóbal. El nombre de la empresa de transporte que nos llevaría en un ascenso-descenso obligatorio y pesado por los valles interandinos del norte del Ecuador.
La majestuosidad del paisaje andino, el aire frío, seco y cortante nos hacía sentir esa especie de "pesadez" al respirar, pero también llenaba nuestra psiquis de la limpia compleción de los sentidos.
Llevábamos más de un par de horas de viaje, desde que dejaramos Quito y aunque sabíamos que hacía falta mucho trayecto, ya empezaba a aburrirnos la jornada. Los estragos de la intoxicación alcohólica y la ingesta no convencional de un desayuno no adecuado para las lides, empezaba a hacer efecto en nuestro sistema digestivo.
- Negro. Hazte un play, pídele al "chófer" una funda - me dijo Guillermo. Se notaba a leguas que su conocida capacidad de "aguante" había mermado horas atrás.
- Ya voy, loco, pero aguántate las ganas, no vayas a vomitar en el ...
La ventana y gran parte del asiento quedarían manchados de una mezcla de todo lo ingerido en las últimas 24 horas. Era un espectáculo. Bochornoso, asqueroso e inevitable. Pero, en el fondo lo había estado esperando durante todo el viaje. Y si se lo veía bien hasta tenía sentido, bebiendo brevajes y comiendo chatarra. Viendo la mancha parduzca-violácea que dejara el fuero de mi pana se me antojó similar a un viejo cuadro que viera en EEUU, de un tal Phelps. O algo así. Se me ocurrió que algún día, alguien conocería el éxito creando obras pictóricas generadas por un buen vómito.
- Pobrecitos los monitos, les cogió la altura - dijo una señora que no cabía en si, del espanto, asco y el sobrecogimiento que le producía la imagen patética y bochornosa que estábamos dando.
- Negro, pide una funda que voy a volver a vomitar.
- Eres como la gueivor, maricón. - dijo Andrés.
- Cállate, chucha. No jodas, que también te ha pasado. - le dije. Honestamente, empezaba a pensar que toda la idea del viaje no pasaba de ser uno más de los frutos inconsecuentes de nuestra inmadurez colectiva.
El chófer y todos los pasajeros empezaban a mostrarse aprehensivos; lo mejor era bajar el perfil y demostrar que lo ocurrido era un incidente debido a la inexperiencia -nuestra - en manejarse en la altura.
- Toma - le dije a Guillermo, cuyo rostro prácticamente había perdido su habitual tono rosáceo. - Andrés, también toma una; yo haré lo mismo. Hay que estar preparados, por si nos dan ganas de vomitar... nuevamente.
- Simón.
Y como era de esperarse, al menos para mi - que los conocía o creía conocerlos a profundidad - los compañeros de aventura tendrían la oportunidad de devolver sus fermentos estomacales en más de una ocasión. Hasta llegó a ser contagioso, pues más de un pasajero experimentó su inconveniente par de arcadas. Incluso su servidor, en su afán de rescatar el decoro del grupo, hubo de reprimir la fiebre regurgitativa que amenazaba erupcionar sin control alguno.
El trayecto, aunque corto se nos antojó eterno y caprichoso. La carretera Panamericana tan bien cuidada y con ese pavimento lustroso que parecía querer reflejar suavemente el azote del sol ecuatorial, era una especie de anaconda que nos sumergía en el vasto imperio de sus pabellones curvilíneos. Quebradas, curvas, subidas y bajadas, me recordaban esa ocasión en que visitando Disney trepé en la montaña rusa. Y devolví más de la hamburguesa con queso y coca cola Mucho más.
Menos mal que no hay mal que dure cien años. Y al estertor estomacal surgió un total vacío de palabras. Ni una sola por mucho tiempo. El mutis autoimpuesto nos mantenía en recelo del uno para el otro, pero el silencio es el compañero ideal de las almas que buscan de la manera más bizantina el asimilar en un zócalo de la memoria, la majestuosidad paisajística de un rincón desconocido de lo que llamamos Patria.
Yacíamos obnubilados, atenuados por la deshidratación y sencillamente maravillados por la explosión visual de un cielo prístino que hacía brillar con mayor intensidad al astro rey. La coreografía formada por la conjunción de voces con acentos desconocidos en media docena de pequeños pueblos se juntaba con el ritmo cadencioso de una naturaleza viva, expansible y hospitalaria. La ventana proyectaba - para nosotros - el video de un albazo viviente, entonado por los rondadores de las cascadas y cantado por las vibraciones de la madre Tierra.
Algunos pueblos de la vía, muchos más de los que pudiese recordar lanzaban flashes en breves segundos. Pasaron por nuestra vista y dejaron impregnados en la memoria sensorial permanente una muestra de los innumerables atributos que las hacen únicas. Y especiales. El olor a cuero, chicha y alfalfa. La tibieza de los fogones que atenúan el frío acerado de una serranía nevada. La ecuatorianidad en su núcleo, en el seno mismo de nuestra sangre india. Las mulas, las carretas, los pájaros y las gentes.
Las personas. Diferentes a cuánto uno espera. Visten diferente, hablan diferente, y hasta puede que piensen diferente. Pero sienten igual. Somos iguales en esencia, diferentes en detalles. Ahora entendíamos con precisión que significa ser ecuatoriano. Cuando encuentras la raíz has hallado la razón y quizá muchas respuestas. Incluso a áquellas interrogantes que nunca te planteaste; y, a las que no tuviste el valor de contestar.
Una lluvia tenúe que marcaba cardenales en los vidrios clausurados de mi ventana anunciaba que llegábamos a nuestro destino. Rumichaca. La frontera final.
Ninguno de los tres había pisado una frontera terrena antes. No sabíamos que esperar. Lo cierto es que mientras mi aprehensión tocaba notas agudas en el pentagrama de mis diálogos internos, mis compañeros habrían conseguido el sosiego vicioso de una purga de juergas, acomodando sus sendas cabezas en sus sendos hombros. Dormidos, como un buen par de borrachos, con un arroyuelo de saliva deslizándose por las comisuras de sus bocas espantosamente abiertas.
- Son una pendejada. ¡Maricones, ya despiértense! - les dije. Había aclarado mi voz. Y resistido el vómito, el mareo, la anoxia y la mala comida.
La frontera nos esperaría. Con el reto de cruzar por primera vez a pie la separación virtual de dos pueblos. Si había algo que diera sentido a la aventura, si existía un punto en donde terminaba la ronda clasificatoria y empezaba la carrera, ese era justo allí y en ese momento. Rumichaca. A unos minutos de Colombia y a solo unos pasos de las memorias que hoy invaden estas crónicas.
- o -