jueves, agosto 23, 2007

Viaje a Colombia (Parte III)

San Cristóbal. El nombre de la empresa de transporte que nos llevaría en un ascenso-descenso obligatorio y pesado por los valles interandinos del norte del Ecuador.

La majestuosidad del paisaje andino, el aire frío, seco y cortante nos hacía sentir esa especie de "pesadez" al respirar, pero también llenaba nuestra psiquis de la limpia compleción de los sentidos.

Llevábamos más de un par de horas de viaje, desde que dejaramos Quito y aunque sabíamos que hacía falta mucho trayecto, ya empezaba a aburrirnos la jornada. Los estragos de la intoxicación alcohólica y la ingesta no convencional de un desayuno no adecuado para las lides, empezaba a hacer efecto en nuestro sistema digestivo.

- Negro. Hazte un play, pídele al "chófer" una funda - me dijo Guillermo. Se notaba a leguas que su conocida capacidad de "aguante" había mermado horas atrás.

- Ya voy, loco, pero aguántate las ganas, no vayas a vomitar en el ...

La ventana y gran parte del asiento quedarían manchados de una mezcla de todo lo ingerido en las últimas 24 horas. Era un espectáculo. Bochornoso, asqueroso e inevitable. Pero, en el fondo lo había estado esperando durante todo el viaje. Y si se lo veía bien hasta tenía sentido, bebiendo brevajes y comiendo chatarra. Viendo la mancha parduzca-violácea que dejara el fuero de mi pana se me antojó similar a un viejo cuadro que viera en EEUU, de un tal Phelps. O algo así. Se me ocurrió que algún día, alguien conocería el éxito creando obras pictóricas generadas por un buen vómito.

- Pobrecitos los monitos, les cogió la altura - dijo una señora que no cabía en si, del espanto, asco y el sobrecogimiento que le producía la imagen patética y bochornosa que estábamos dando.

- Negro, pide una funda que voy a volver a vomitar.

- Eres como la gueivor, maricón. - dijo Andrés.

- Cállate, chucha. No jodas, que también te ha pasado. - le dije. Honestamente, empezaba a pensar que toda la idea del viaje no pasaba de ser uno más de los frutos inconsecuentes de nuestra inmadurez colectiva.

El chófer y todos los pasajeros empezaban a mostrarse aprehensivos; lo mejor era bajar el perfil y demostrar que lo ocurrido era un incidente debido a la inexperiencia -nuestra - en manejarse en la altura.

- Toma - le dije a Guillermo, cuyo rostro prácticamente había perdido su habitual tono rosáceo. - Andrés, también toma una; yo haré lo mismo. Hay que estar preparados, por si nos dan ganas de vomitar... nuevamente.

- Simón.

Y como era de esperarse, al menos para mi - que los conocía o creía conocerlos a profundidad - los compañeros de aventura tendrían la oportunidad de devolver sus fermentos estomacales en más de una ocasión. Hasta llegó a ser contagioso, pues más de un pasajero experimentó su inconveniente par de arcadas. Incluso su servidor, en su afán de rescatar el decoro del grupo, hubo de reprimir la fiebre regurgitativa que amenazaba erupcionar sin control alguno.

El trayecto, aunque corto se nos antojó eterno y caprichoso. La carretera Panamericana tan bien cuidada y con ese pavimento lustroso que parecía querer reflejar suavemente el azote del sol ecuatorial, era una especie de anaconda que nos sumergía en el vasto imperio de sus pabellones curvilíneos. Quebradas, curvas, subidas y bajadas, me recordaban esa ocasión en que visitando Disney trepé en la montaña rusa. Y devolví más de la hamburguesa con queso y coca cola Mucho más.

Menos mal que no hay mal que dure cien años. Y al estertor estomacal surgió un total vacío de palabras. Ni una sola por mucho tiempo. El mutis autoimpuesto nos mantenía en recelo del uno para el otro, pero el silencio es el compañero ideal de las almas que buscan de la manera más bizantina el asimilar en un zócalo de la memoria, la majestuosidad paisajística de un rincón desconocido de lo que llamamos Patria.

Yacíamos obnubilados, atenuados por la deshidratación y sencillamente maravillados por la explosión visual de un cielo prístino que hacía brillar con mayor intensidad al astro rey. La coreografía formada por la conjunción de voces con acentos desconocidos en media docena de pequeños pueblos se juntaba con el ritmo cadencioso de una naturaleza viva, expansible y hospitalaria. La ventana proyectaba - para nosotros - el video de un albazo viviente, entonado por los rondadores de las cascadas y cantado por las vibraciones de la madre Tierra.

Algunos pueblos de la vía, muchos más de los que pudiese recordar lanzaban flashes en breves segundos. Pasaron por nuestra vista y dejaron impregnados en la memoria sensorial permanente una muestra de los innumerables atributos que las hacen únicas. Y especiales. El olor a cuero, chicha y alfalfa. La tibieza de los fogones que atenúan el frío acerado de una serranía nevada. La ecuatorianidad en su núcleo, en el seno mismo de nuestra sangre india. Las mulas, las carretas, los pájaros y las gentes.

Las personas. Diferentes a cuánto uno espera. Visten diferente, hablan diferente, y hasta puede que piensen diferente. Pero sienten igual. Somos iguales en esencia, diferentes en detalles. Ahora entendíamos con precisión que significa ser ecuatoriano. Cuando encuentras la raíz has hallado la razón y quizá muchas respuestas. Incluso a áquellas interrogantes que nunca te planteaste; y, a las que no tuviste el valor de contestar.

Una lluvia tenúe que marcaba cardenales en los vidrios clausurados de mi ventana anunciaba que llegábamos a nuestro destino. Rumichaca. La frontera final.

Ninguno de los tres había pisado una frontera terrena antes. No sabíamos que esperar. Lo cierto es que mientras mi aprehensión tocaba notas agudas en el pentagrama de mis diálogos internos, mis compañeros habrían conseguido el sosiego vicioso de una purga de juergas, acomodando sus sendas cabezas en sus sendos hombros. Dormidos, como un buen par de borrachos, con un arroyuelo de saliva deslizándose por las comisuras de sus bocas espantosamente abiertas.

- Son una pendejada. ¡Maricones, ya despiértense! - les dije. Había aclarado mi voz. Y resistido el vómito, el mareo, la anoxia y la mala comida.

La frontera nos esperaría. Con el reto de cruzar por primera vez a pie la separación virtual de dos pueblos. Si había algo que diera sentido a la aventura, si existía un punto en donde terminaba la ronda clasificatoria y empezaba la carrera, ese era justo allí y en ese momento. Rumichaca. A unos minutos de Colombia y a solo unos pasos de las memorias que hoy invaden estas crónicas.

- o -



sábado, agosto 11, 2007

Viaje a Colombia (Parte II)

El bus no era precisamente de categoría "Platinum", ni llegaba a medianamente decente. El conductor era un treintón con cara de ladino, olor a tabaco rancio y por todas señas, uno de esos delincuentes de las vías. El viaje no se veía en sus inicios nada halagador.

Pero, estábamos allí y eso es lo que realmente importaba. Andrés y Guillermo se sentarían juntos - par de maricas. A mi tocó sentarme detrás de los dos, con el consuelo único de que el "Gato" no me tocaría de compañero de viaje, lo cual resultaría el más efectivo de los vomitivos, dado el caso.

Guayaquil se ve tan extraño cuando vas abandonándolo. La salida a la Sierra es siempre igual, llena de carros, luces y vigilantes de tránsito. Y en esa época, también repleta de vendedores, buhoneros y pillastres, algunos de ellos dispuestos a meter mano en los bolsillos de tantos inmigrantes que llegaban a la ciudad, llenos de polvo, mohinos y sin un centavo. Pero con la esperanza de encontrar una vida, allí donde los demás peleaban por sobrevivir. Dejando una realidad dura, para formarse una - en veces - imposible.

Y ese Guayaquil que nos había visto crecer, ahora no saludaba directamente a las ventas, cruzando la majestuosa estructura del Puente de la Unidad Nacional. El río, al que difícilmente prestamos atención, se convierte en un poderoso imán de los sentidos del que lo cruza, con la aprehensión del viajero que sabe que su corazón lo haría regresar, bajo la salvedad de que el destino no se lo impida. La vida es un regalo maravilloso, pero en un segundo se nos arrebata de las manos.


- Negro, el bus va vacío - me dijo Guillermo. Era lógico. Al no ser época de temporada o fin de semana, la Cooperativa San Cristóbal no tenía más remedio que hacer partir sus buses con los pasajeros que hubieran. Y recoger a los que hicieran falta en el medio del camino. Si los hubiese, claro está.
- La plena, creo que mejor nos vamos a sentar atrás que están más grandes los asientos, y podemos ruquear comódamente. - le respondí.

Como si lo hubieran asaeteado, Andrés volvió de uno de sus conocidos lapsus y me imprecó sin sutileza, pero sin agresividad.

- Chucha, que dormir, ni que nada, caremazos. Yo traje una patucha para bajarnos en el camino.
- ¿Patucha? - le dijo Guillermo, que empezaba a dibujar una sonrisa ladina de satisfacción.
- Una de Trópicaña, pues, pana. Con una botella de Coca-Cola de dos litros y una funda de limones que compré abajo en el Terminal.
- No jodas, maricón! Y no se cabreará el chófer - le dije, algo aprehensivo ante la audacia de Andrés.
- No, chucha, no seas marica. Dale nomás y si reclama le damos su pepo.
- Bueno, prepárate uno, pero que sea "light" - dijo Guillermo.
- ¿Light? Que chuca, que es Marlboro, no jodas
- Jajajajajaja.

El viaje pintaba la tónica de lo que sería en su mayor parte, una aventura de alcohol, diversión, noches de fantasía y el agregado del lazo de amistad que haría de ese tiempo, algo digno de ser encapsulado, recorrido una y mil veces y dada la oportunidad, desenterrado del baúl de los recuerdos, para volver a vivirlo en esas tardes otoñales en las que la rutina nos asfixia lentamente, presionando con sus garras las gargantas de los que una vez no conocieron la necesidad de tomarse un respiro.


- o -

No hay nada peor que un chuchaqui. Pero, si añadimos que el cóctel que lo produce es una salsa de etanol, metanol, aldehidos y amoníaco; que el escenario de la "chupiza" es un bus en ascenso a las sierras ecuatorianas y que no teníamos ni la más leve probabilidad de parar a descansar, el resultado se acerca a los estertores de una herida de cañón en el cráneo. Vomitamos durante toda la maldita madrugada, abriendo las ventas y molestando a los poquísimo acompañantes del bus. What a mess, GodDammit!

No sirve de nada llegar en la mañana, porque nuestro tracto digestivo difícilmente resistía el paso del agua. Pero, dicen que los ánimos llevan al ser humano más allá de las limitaciones físicas, y nosotros pudimos comprobarlo, sin tapujos.


- ¡Zea! Despierta, chucha, que ya llegamos a Quito. Guillermo, definitivamente no sabía de corrección política. A él lo había despertado yo, hace como treinta minutos. Y a mi, me despertó el ruido. Ese ruido sintético, mezcla de motores en explosión con fábricas y gentes, amalgamado del sonido tenue de los vientos andinos, golpeando la carcasa del vehículo, anunciando que habíamos llegado al destino.

- Ya voy, déjame dormir un rato más. - Andrés, estaba más en la mierda de lo que creíamos. Su rostro estaba más pálido que el de Guillermo, y eso ya era bastante preocupante. Podría darle el zoroche, y ahí si que estaríamos jodidos. ¡Coños! ¿porqué habríamos tomado esa porquería de bebedizo?

La Terminal de Quito no era cosa que llamara mucho la atención, pero los tres "monitos" borrachos, sólo queríamos encontrar dos cosas. Un baño para mojarnos el rostro y un buen puesto de ceviches o encebollados. Encontramos - para nuestra gran fortuna - las dos, pero ¡joder! que se nos hizo eterno el camino.

El encebollado no era precisamente de la calidad de los que uno se encuentra en Guayaquil, pero estaba algo más que aceptable y el precio era económico, así que le hicimos buena cara y nos lo pasamos con unas sendas Coca-colas y el correspondiente pan. Después de todo, hubiese sido peor proseguir la jornada con los estómagos vacíos y las ganas de vomitar los apellidos - letra por letra - desde la ventana del bus.

- Zea, eres una pendejada, ¿que le pusiste al trago? - le pregunté a mi amigo, que poco a poco recobraba su habitual color cobrizo.
- Nada, pana. Creo que nos hizo mal la altura, loco.
- Simón - dijo Guillermo, que también parecía recobrar la energía inicial. - Me parece que deberíamos tomarnos un par de bielitas ...
- Y la mordida del perro se cura con la misma lana, ¿verdad? - le dije.
- Simón, pero mejor que sea otra vez.
- Si, porque ya el carro está por salir - dijo Andrés.
- ¿Hasta donde vamos esta vez? - le dije.
- Hasta Tulcán, negro. Son como cuatro horas.
- Por la puta - dijo Guillermo. - Es demasiado tiempo.
- ¡Gato malnacido! Nos embarcó en esta huevada, y se quedó en Guayaquil - dije.
- Simón, pana, es como la gueivor - dijo Andrés.
- Pero cuando regresemos le partimos el culo a patadas, para que no sea Capitán Araña - dijo Guillermo.

El ánimo colectivo había mejorado tan pronto, que hasta resultaba sospechoso. El bus, la terminal, los deseos de pisar nuevas tierras, jamás se verían impedidos por una resaca de a perros. No a los tres, no al gran equipo. Esto no había hecho, sino, empezar.

miércoles, agosto 08, 2007

Viaje a Colombia

Hace unos años - muchos - la vida me preparaba una aventura, de esas que se impregnan en el entramado electroquímico que conforma las piezas de eso que sólo atinamos a llamar memoria.

Tenía 20 años, las ilusiones intactas y promesas de carrera, libertad y triunfos. No todas se llegaron a concretar, pero no se puede uno quejar, así es la realidad. Rodaban esos años universitarios, al ritmo de la música alternativa, basketball de la NBA, televisión por cable, los primeros armatostes de celular - tan primitivos como un teléfono de los 60s - y el hábito monstruosamente juvenil de empapar de placer los momentos. Todos los momentos. Placer sexual, musical, alcohólico, primitivo; tan lúdica es la juventud que parece deslizarse vertiginosamente por la quebrada de la madurez, como si la vida no tuviera límites. Pero a los veinte, están tan lejos las barreras que uno no alcanza a divisarlas.

En esos días en que la vida parecía algo tan maravilloso, nosotros, los muchachos del ayer, nos deleitábamos con las posibilidades - tan factibles, y a la vez tan oníricas, a la luz del más moderado de los pragmatismos - de cambiar el mundo. Estábamos seguros de que a cada paso que dábamos, en cada latido de nuestro corazón pringado de socialismo, igualdad y deseos revolucionarios; en cada respiro, a cada idea que poníamos en la práctica, en realidad, estábamos impulsando el movimiento. Vencer la inercia tenía todo que ver. Era nuestra razón de ser, el poner en marcha los planes, el dar la vida por nuestro ideario colectivo.

Y sin embargo, sólo soñábamos. Despiertos, pero con las pupilas dilatadas de sueños que nunca se hicieron metas. Con la facilidad engañosa de rompernos el lomo por un día, quizá hasta por una semana, para después permitir que la inmadurez de nuestras decisiones nos desviaran de los objetivos que en largas noches de alcohol y cigarrillos, habíamos ideado. Hasta habíamso jurado por nuestra vida que así sería, que jamás seríamos diferentes. Que al dejar la Universidad, nuestras vidas seguirían un camino paralelo.

Era con ese grupo de amistad juradamente eterna con quiénes compartía el día, las vivencias y toda la mierda que nos sucedía. Eramos el uno para el otro, el paño de lágrimas, el hermano que aconseja, cómplices y encubridores. ¿Quién necesitaba una guía, cuando los amigos están allí para ayudarte a perder juntos la ruta?

Los días pasaban y los ojos permanecían cerrados, mientras los huesecillos del oído - en constante vigilia - disparaban mensajes a los centros nerviosos de una generación transitiva. Y se daban las oportunidades. Nosotros las tomábamos.

Fué - según recuerdo - uno de esos martes en la Facultad, cuando el calor de mediados de octubre nos obligaba a refugiarnos en el ambiente acondicionado de la Biblioteca. La Politécnica, ¡ay!, si tus muros tuvieran labios, cuántos profesionales se avergonzarían de sus vidas estérilmente llevadas una vez que han salido de su claustro. Ese martes, no había "soccer", ni tampoco basket. Y el sol era demasiado intenso como para pensar en el "cuarentazo" vespertino. Así, mientras dispárabamos insensateces, como mercenarios entrenados en el arte de las balas a discreción, a alguien - alguno de nosotros -, más precisamente al "Gato" González, se le vino a la mente algo que había leído en el camino.

- Negro. Ahora que me acuerdo. Hay un Congreso en Colombia.
- ¿Y? - le dije. Habían ocasiones en que el Gato era tan insoportable, callado como vomitando las tripas con sus idioteces. A fuerza de escucharlo tanta veces, uno se acostumbra. Pero no era aconsejable prestar atención a sus peroratas interminables en los días calurosos. Para nada.
- Loco, a los estudiantes les cuesta casi nada.
- Habla serio. ¿Cuánto para ti es "nada"? - le respondí.

Si al Gato le tuviera que determinar la raza, seguramente, hubiese sido un gato de Angora. Era de esos típicos aniñados que nunca encajan. Como decían por allí, era demasiado cholo como para que los aniñados lo consideraran de su clase. Y demasiado burgués para el gusto del grupillo de los "chiros y famosos".

- Cuesta como cuarenta dólares, pero dura cuatro días - me dijo, mientras en su interior seguramente luchaba contra la impotencia del que se siente un desclasado por su propia naturaleza. No había forma de dejar de lucir tan "aniñado". Hasta su voz y modales, los hacían ver como un lunar en el grupo. El lo sabía, y para el colmo de sus males: le importaba.
- Bueno, cuarenta dólares son como ochenta mil sucres, loco - dijo de repente Guillermo García. Guillermo era algo así como el primer oficial del grupo. Una especie de caballero, mezclado con gañán. un idealista total, con la excepción expresa de su amor por el dinero y el enriquecimiento fácil, que lo llevaría - en su momento - a besar los adoquines del Salón del Cabildeo. Pero, eso estaba lejos de ocurrir, en ese entonces.
- Bueno, la plena que no es mucho billete, pero... ¿en qué parte de Colombia es, Gato? - les dije. Andrés Zea, el miembro vago de la tripulación había despertado de su pelea con el videojuego pórtatil de Pacman que siempre tenía en la mano. Parece que por fin habíamos captado su atención, porque soltó su infernal "gadget", prehistórico y ruidoso, a la vez que fútil e innecesario.
- Creo que es en Bogotá - respondió.

Ninguno de los cuatro conocía Bogotá. Sólo sabíamos que era una ciudad enorme con un clima parecido al de Quito. Y teníamos claro que siendo 1994, aún no habían pasado muchos años desde áquel bombazo que destruyera un barrio entero. Casi once manzanas chamuscadas, llenas de muertos, heridos y llantos. Un monumento a la idiocia, la violencia y las más bajas pasiones del bípedo "inteligente". Hasta el sentido de humanidad tiene unas cuantas batallas pérdidas.

No nos tomó mucho tiempo zanjar el tema. Después de todo, Bogotá no está tan lejos. Al menos eso pensábamos. Nuestra infantil devoción por la aventura nos llevó a pensar que la mejor manera de determinar el tiempo de viaje, era la medición por cuartas.

- Mira, negro. ¿Si ves este plano? - me decía Andrés, mientras ubicaba Guayaquil en el globo terráqueo que habíamos "tomado prestado" de la oficina de un profesor.
- Yo se reconocer donde tengo puestos los pies, pues, chucha. Está justo aquí.
- Ya, pero no me putees, pues, care'ver. Mira, la webada es que de Quito a Guayaquil, son 10 horas, ¿no?.
- ¿Y? - le pregunté, pero ya entendía de donde iba todo el asunto del globo terráqueo y las habilidades de reconocimiento geopolítico.
- Mira, de Quito a Bogotá es casi la misma distancia que de Guayaquil a Quito. Entonces si de Guayaquil a Quito son diez horas, de Quito a Bogotá ha de ser como ...
- ¡Estás hablando con las tapas del orto, chucha! - le respondí a medias indignado, a medias entre risas. !Chucha, como mínimo ha de ser el doble de distancia!.

Andrés se quedó en shock, pero sólo un segundo. Debía estar pensando algo ingenioso que replicar, para no quedar "como la guievor". Ya lo conocía. Al menos eso creía, aunque la rueda espacio-temporal del destino, me demostraría a la larga que de gran amigo a traidor, la distancia es a veces tan corta, como la longitud de un autómovil. O de una chequera.

- Chucha, ¡mira bien! - me dijo. Es casi la misma distancia, sólo que no es en diagonal, como de Guayaquil a Quito ...
- Y no hay que cruzar tantas montañas - dijo el Gato, que había decidido compartir en silencio la reunión. La verdad era que casi siempre estimábamos su compañía. Pero, la preferíamos con el botón "mute" presionado... permanentemente.
- Sí. Eso es la plena. Ir a "Norrolandia" es una pendejada, por tantas curvas - dijo el Guille. Siempre termino vomitando en esos interprovinciales de mierda.
- Bueno, entonces, ¿cuándo mismo partimos? Recuerden que tengo que avisar a mi tío en Bogotá que vamos a ir.

- o -
Llegó el día de partir. Ni había sido fácil, ni empezaría a serlo. Tuvimos el dolor de no poder llegar completos a ese día, el "Gato", el de la famosa idea, el que nos había sugestionado para embarcarnos en esa aventura, nuestro amigo "calladito", no podría acompañarnos. Sus padres. Eran un ejemplo de lo que la clase media alta experimentaría a lo largo de más de quince años de decadencia. Habían tenido una pequeña fábrica de muebles, un departamento en las afueras de South Beach, una finca de recreo en La Maná, unas cuantas acciones de una empresa de Pasadena y una casa de estilo italiano en Los Olivos. En cinco años, sólo les quedaba la casa. Eso y un orgullo sin bases, inconsecuente con la realidad de sus bolsillos, que con el tiempo sólo adquirían telarañas.

Los "felinos" - padres del Gato - no le permitieron ir. Aunque sería más justo aclarar que los más probable es que no tuvieran el dinero suficiente para que el Gato pudiera hacer el viaje como lo debían hacer los que tienen "plata". Para alguien de la posición del Gato era simplemente inadmisible el viajar en bus - aunque fuera de categoría Platinum -, hospedarse en la casa de un familiar de un amigo - es decir, un perfecto desconocido, que por ser colombiano podría ser narcotraficante - y mucho menos viajar sin sus dos mil dólares y un par de tarjetas de crédito. Era preferible que el Gato no conociera Bogotá, antes que rebajarse a la categoría de los "pata en el suelo" de sus compañeros.

Con mucha pena nos despedimos del Gato. No sabría decir si era tristeza o alivio lo que vi en su rostro. Siempre fui mas perceptivo que mis coetáneos y creo - casi a ciencia cierta - que nuestro "pana" no tenía intenciones de viajar, así que sus padres no hicieron más que facilitar su escape.

Nuestros padres estaban todos en la Terminal esa noche. Eran las 19h30. Nos esperaba un bus y una aventura. Después de todo, mi propia abuela es colombiana y fué mi abuelo quién la conociera en su primer viaje a Colombia. Dicen que por leyes pendulares, el destino se repite - en ocasiones - en los descendientes. Ese era el principal temor de mi padre, que no pudo menos que aconsejarme que usara preservativos.

- Cuídate mucho, mijito - me dijo mi tía. Para ella, que había conocido la Colombia de otras eras, no veía un peligro en el viaje. Pero, siempre pueden suceder los imprevistos y los siniestros.
- Claro que sí - le dije. Decidí que no iba a llorar, después de todo, era un gran día para nosotros. O una gran noche.
- Hijo, tenga mucho cuidado. Mejor no vaya a beber nada. Y dele mis saludos a Enrique. - me dijo mi padre. Ese gran hombre que me quería tanto y que en esos días apresurados no sabía apreciar.
- Abuelita, por mi no se preocupe. Apenas llegue los llamo - le dije a mi dulce abuela. La mujer más diáfana, cristalina y firme que conozco. No se de alguien que pueda combinar de forma más sabia la bondad, la disciplina y el amor infinito de quien se sabe doblemente madre.

Partimos. Guayaquil se veía más intensamente activa que nunca desde la plataforma más alta del Terminal Terrestre. Los vendedores agolpados en las afueras del Terminal, los buses que entraban y salían de la ciudad, la fuerza vital de un pueblo grande de dos millones de bípedos atareados.

Mientras el bus ajustaba su marcha en medio del flujo continuo de carros, gentes y perros, nosotros nos despedíamos - asumiendo que sería temporal - de la ciudad que nos vió crecer. En el ánimo colectivo del trío de oro, el viaje empezaba a aumentar el saldo del espíritu positivo. Era temprano para declarar el éxito de la jornada, sobre todo por el vejestorio en que nos desplazábamos.

Continuará ...

martes, agosto 07, 2007

Entre copas y pasos

A veces no hay mucho que decir, todo va cambiando de lugar. En ocasiones quisiera volar y pedir prestados los sesos de un gigante. Si mi vida fuera de altos y bajos, habrían más altos que bajos, más segundos a solas que compañía.

Todo lo que hago, todos los esfuerzos a veces, carecen de sentido.