sábado, agosto 11, 2007

Viaje a Colombia (Parte II)

El bus no era precisamente de categoría "Platinum", ni llegaba a medianamente decente. El conductor era un treintón con cara de ladino, olor a tabaco rancio y por todas señas, uno de esos delincuentes de las vías. El viaje no se veía en sus inicios nada halagador.

Pero, estábamos allí y eso es lo que realmente importaba. Andrés y Guillermo se sentarían juntos - par de maricas. A mi tocó sentarme detrás de los dos, con el consuelo único de que el "Gato" no me tocaría de compañero de viaje, lo cual resultaría el más efectivo de los vomitivos, dado el caso.

Guayaquil se ve tan extraño cuando vas abandonándolo. La salida a la Sierra es siempre igual, llena de carros, luces y vigilantes de tránsito. Y en esa época, también repleta de vendedores, buhoneros y pillastres, algunos de ellos dispuestos a meter mano en los bolsillos de tantos inmigrantes que llegaban a la ciudad, llenos de polvo, mohinos y sin un centavo. Pero con la esperanza de encontrar una vida, allí donde los demás peleaban por sobrevivir. Dejando una realidad dura, para formarse una - en veces - imposible.

Y ese Guayaquil que nos había visto crecer, ahora no saludaba directamente a las ventas, cruzando la majestuosa estructura del Puente de la Unidad Nacional. El río, al que difícilmente prestamos atención, se convierte en un poderoso imán de los sentidos del que lo cruza, con la aprehensión del viajero que sabe que su corazón lo haría regresar, bajo la salvedad de que el destino no se lo impida. La vida es un regalo maravilloso, pero en un segundo se nos arrebata de las manos.


- Negro, el bus va vacío - me dijo Guillermo. Era lógico. Al no ser época de temporada o fin de semana, la Cooperativa San Cristóbal no tenía más remedio que hacer partir sus buses con los pasajeros que hubieran. Y recoger a los que hicieran falta en el medio del camino. Si los hubiese, claro está.
- La plena, creo que mejor nos vamos a sentar atrás que están más grandes los asientos, y podemos ruquear comódamente. - le respondí.

Como si lo hubieran asaeteado, Andrés volvió de uno de sus conocidos lapsus y me imprecó sin sutileza, pero sin agresividad.

- Chucha, que dormir, ni que nada, caremazos. Yo traje una patucha para bajarnos en el camino.
- ¿Patucha? - le dijo Guillermo, que empezaba a dibujar una sonrisa ladina de satisfacción.
- Una de Trópicaña, pues, pana. Con una botella de Coca-Cola de dos litros y una funda de limones que compré abajo en el Terminal.
- No jodas, maricón! Y no se cabreará el chófer - le dije, algo aprehensivo ante la audacia de Andrés.
- No, chucha, no seas marica. Dale nomás y si reclama le damos su pepo.
- Bueno, prepárate uno, pero que sea "light" - dijo Guillermo.
- ¿Light? Que chuca, que es Marlboro, no jodas
- Jajajajajaja.

El viaje pintaba la tónica de lo que sería en su mayor parte, una aventura de alcohol, diversión, noches de fantasía y el agregado del lazo de amistad que haría de ese tiempo, algo digno de ser encapsulado, recorrido una y mil veces y dada la oportunidad, desenterrado del baúl de los recuerdos, para volver a vivirlo en esas tardes otoñales en las que la rutina nos asfixia lentamente, presionando con sus garras las gargantas de los que una vez no conocieron la necesidad de tomarse un respiro.


- o -

No hay nada peor que un chuchaqui. Pero, si añadimos que el cóctel que lo produce es una salsa de etanol, metanol, aldehidos y amoníaco; que el escenario de la "chupiza" es un bus en ascenso a las sierras ecuatorianas y que no teníamos ni la más leve probabilidad de parar a descansar, el resultado se acerca a los estertores de una herida de cañón en el cráneo. Vomitamos durante toda la maldita madrugada, abriendo las ventas y molestando a los poquísimo acompañantes del bus. What a mess, GodDammit!

No sirve de nada llegar en la mañana, porque nuestro tracto digestivo difícilmente resistía el paso del agua. Pero, dicen que los ánimos llevan al ser humano más allá de las limitaciones físicas, y nosotros pudimos comprobarlo, sin tapujos.


- ¡Zea! Despierta, chucha, que ya llegamos a Quito. Guillermo, definitivamente no sabía de corrección política. A él lo había despertado yo, hace como treinta minutos. Y a mi, me despertó el ruido. Ese ruido sintético, mezcla de motores en explosión con fábricas y gentes, amalgamado del sonido tenue de los vientos andinos, golpeando la carcasa del vehículo, anunciando que habíamos llegado al destino.

- Ya voy, déjame dormir un rato más. - Andrés, estaba más en la mierda de lo que creíamos. Su rostro estaba más pálido que el de Guillermo, y eso ya era bastante preocupante. Podría darle el zoroche, y ahí si que estaríamos jodidos. ¡Coños! ¿porqué habríamos tomado esa porquería de bebedizo?

La Terminal de Quito no era cosa que llamara mucho la atención, pero los tres "monitos" borrachos, sólo queríamos encontrar dos cosas. Un baño para mojarnos el rostro y un buen puesto de ceviches o encebollados. Encontramos - para nuestra gran fortuna - las dos, pero ¡joder! que se nos hizo eterno el camino.

El encebollado no era precisamente de la calidad de los que uno se encuentra en Guayaquil, pero estaba algo más que aceptable y el precio era económico, así que le hicimos buena cara y nos lo pasamos con unas sendas Coca-colas y el correspondiente pan. Después de todo, hubiese sido peor proseguir la jornada con los estómagos vacíos y las ganas de vomitar los apellidos - letra por letra - desde la ventana del bus.

- Zea, eres una pendejada, ¿que le pusiste al trago? - le pregunté a mi amigo, que poco a poco recobraba su habitual color cobrizo.
- Nada, pana. Creo que nos hizo mal la altura, loco.
- Simón - dijo Guillermo, que también parecía recobrar la energía inicial. - Me parece que deberíamos tomarnos un par de bielitas ...
- Y la mordida del perro se cura con la misma lana, ¿verdad? - le dije.
- Simón, pero mejor que sea otra vez.
- Si, porque ya el carro está por salir - dijo Andrés.
- ¿Hasta donde vamos esta vez? - le dije.
- Hasta Tulcán, negro. Son como cuatro horas.
- Por la puta - dijo Guillermo. - Es demasiado tiempo.
- ¡Gato malnacido! Nos embarcó en esta huevada, y se quedó en Guayaquil - dije.
- Simón, pana, es como la gueivor - dijo Andrés.
- Pero cuando regresemos le partimos el culo a patadas, para que no sea Capitán Araña - dijo Guillermo.

El ánimo colectivo había mejorado tan pronto, que hasta resultaba sospechoso. El bus, la terminal, los deseos de pisar nuevas tierras, jamás se verían impedidos por una resaca de a perros. No a los tres, no al gran equipo. Esto no había hecho, sino, empezar.

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