miércoles, agosto 08, 2007

Viaje a Colombia

Hace unos años - muchos - la vida me preparaba una aventura, de esas que se impregnan en el entramado electroquímico que conforma las piezas de eso que sólo atinamos a llamar memoria.

Tenía 20 años, las ilusiones intactas y promesas de carrera, libertad y triunfos. No todas se llegaron a concretar, pero no se puede uno quejar, así es la realidad. Rodaban esos años universitarios, al ritmo de la música alternativa, basketball de la NBA, televisión por cable, los primeros armatostes de celular - tan primitivos como un teléfono de los 60s - y el hábito monstruosamente juvenil de empapar de placer los momentos. Todos los momentos. Placer sexual, musical, alcohólico, primitivo; tan lúdica es la juventud que parece deslizarse vertiginosamente por la quebrada de la madurez, como si la vida no tuviera límites. Pero a los veinte, están tan lejos las barreras que uno no alcanza a divisarlas.

En esos días en que la vida parecía algo tan maravilloso, nosotros, los muchachos del ayer, nos deleitábamos con las posibilidades - tan factibles, y a la vez tan oníricas, a la luz del más moderado de los pragmatismos - de cambiar el mundo. Estábamos seguros de que a cada paso que dábamos, en cada latido de nuestro corazón pringado de socialismo, igualdad y deseos revolucionarios; en cada respiro, a cada idea que poníamos en la práctica, en realidad, estábamos impulsando el movimiento. Vencer la inercia tenía todo que ver. Era nuestra razón de ser, el poner en marcha los planes, el dar la vida por nuestro ideario colectivo.

Y sin embargo, sólo soñábamos. Despiertos, pero con las pupilas dilatadas de sueños que nunca se hicieron metas. Con la facilidad engañosa de rompernos el lomo por un día, quizá hasta por una semana, para después permitir que la inmadurez de nuestras decisiones nos desviaran de los objetivos que en largas noches de alcohol y cigarrillos, habíamos ideado. Hasta habíamso jurado por nuestra vida que así sería, que jamás seríamos diferentes. Que al dejar la Universidad, nuestras vidas seguirían un camino paralelo.

Era con ese grupo de amistad juradamente eterna con quiénes compartía el día, las vivencias y toda la mierda que nos sucedía. Eramos el uno para el otro, el paño de lágrimas, el hermano que aconseja, cómplices y encubridores. ¿Quién necesitaba una guía, cuando los amigos están allí para ayudarte a perder juntos la ruta?

Los días pasaban y los ojos permanecían cerrados, mientras los huesecillos del oído - en constante vigilia - disparaban mensajes a los centros nerviosos de una generación transitiva. Y se daban las oportunidades. Nosotros las tomábamos.

Fué - según recuerdo - uno de esos martes en la Facultad, cuando el calor de mediados de octubre nos obligaba a refugiarnos en el ambiente acondicionado de la Biblioteca. La Politécnica, ¡ay!, si tus muros tuvieran labios, cuántos profesionales se avergonzarían de sus vidas estérilmente llevadas una vez que han salido de su claustro. Ese martes, no había "soccer", ni tampoco basket. Y el sol era demasiado intenso como para pensar en el "cuarentazo" vespertino. Así, mientras dispárabamos insensateces, como mercenarios entrenados en el arte de las balas a discreción, a alguien - alguno de nosotros -, más precisamente al "Gato" González, se le vino a la mente algo que había leído en el camino.

- Negro. Ahora que me acuerdo. Hay un Congreso en Colombia.
- ¿Y? - le dije. Habían ocasiones en que el Gato era tan insoportable, callado como vomitando las tripas con sus idioteces. A fuerza de escucharlo tanta veces, uno se acostumbra. Pero no era aconsejable prestar atención a sus peroratas interminables en los días calurosos. Para nada.
- Loco, a los estudiantes les cuesta casi nada.
- Habla serio. ¿Cuánto para ti es "nada"? - le respondí.

Si al Gato le tuviera que determinar la raza, seguramente, hubiese sido un gato de Angora. Era de esos típicos aniñados que nunca encajan. Como decían por allí, era demasiado cholo como para que los aniñados lo consideraran de su clase. Y demasiado burgués para el gusto del grupillo de los "chiros y famosos".

- Cuesta como cuarenta dólares, pero dura cuatro días - me dijo, mientras en su interior seguramente luchaba contra la impotencia del que se siente un desclasado por su propia naturaleza. No había forma de dejar de lucir tan "aniñado". Hasta su voz y modales, los hacían ver como un lunar en el grupo. El lo sabía, y para el colmo de sus males: le importaba.
- Bueno, cuarenta dólares son como ochenta mil sucres, loco - dijo de repente Guillermo García. Guillermo era algo así como el primer oficial del grupo. Una especie de caballero, mezclado con gañán. un idealista total, con la excepción expresa de su amor por el dinero y el enriquecimiento fácil, que lo llevaría - en su momento - a besar los adoquines del Salón del Cabildeo. Pero, eso estaba lejos de ocurrir, en ese entonces.
- Bueno, la plena que no es mucho billete, pero... ¿en qué parte de Colombia es, Gato? - les dije. Andrés Zea, el miembro vago de la tripulación había despertado de su pelea con el videojuego pórtatil de Pacman que siempre tenía en la mano. Parece que por fin habíamos captado su atención, porque soltó su infernal "gadget", prehistórico y ruidoso, a la vez que fútil e innecesario.
- Creo que es en Bogotá - respondió.

Ninguno de los cuatro conocía Bogotá. Sólo sabíamos que era una ciudad enorme con un clima parecido al de Quito. Y teníamos claro que siendo 1994, aún no habían pasado muchos años desde áquel bombazo que destruyera un barrio entero. Casi once manzanas chamuscadas, llenas de muertos, heridos y llantos. Un monumento a la idiocia, la violencia y las más bajas pasiones del bípedo "inteligente". Hasta el sentido de humanidad tiene unas cuantas batallas pérdidas.

No nos tomó mucho tiempo zanjar el tema. Después de todo, Bogotá no está tan lejos. Al menos eso pensábamos. Nuestra infantil devoción por la aventura nos llevó a pensar que la mejor manera de determinar el tiempo de viaje, era la medición por cuartas.

- Mira, negro. ¿Si ves este plano? - me decía Andrés, mientras ubicaba Guayaquil en el globo terráqueo que habíamos "tomado prestado" de la oficina de un profesor.
- Yo se reconocer donde tengo puestos los pies, pues, chucha. Está justo aquí.
- Ya, pero no me putees, pues, care'ver. Mira, la webada es que de Quito a Guayaquil, son 10 horas, ¿no?.
- ¿Y? - le pregunté, pero ya entendía de donde iba todo el asunto del globo terráqueo y las habilidades de reconocimiento geopolítico.
- Mira, de Quito a Bogotá es casi la misma distancia que de Guayaquil a Quito. Entonces si de Guayaquil a Quito son diez horas, de Quito a Bogotá ha de ser como ...
- ¡Estás hablando con las tapas del orto, chucha! - le respondí a medias indignado, a medias entre risas. !Chucha, como mínimo ha de ser el doble de distancia!.

Andrés se quedó en shock, pero sólo un segundo. Debía estar pensando algo ingenioso que replicar, para no quedar "como la guievor". Ya lo conocía. Al menos eso creía, aunque la rueda espacio-temporal del destino, me demostraría a la larga que de gran amigo a traidor, la distancia es a veces tan corta, como la longitud de un autómovil. O de una chequera.

- Chucha, ¡mira bien! - me dijo. Es casi la misma distancia, sólo que no es en diagonal, como de Guayaquil a Quito ...
- Y no hay que cruzar tantas montañas - dijo el Gato, que había decidido compartir en silencio la reunión. La verdad era que casi siempre estimábamos su compañía. Pero, la preferíamos con el botón "mute" presionado... permanentemente.
- Sí. Eso es la plena. Ir a "Norrolandia" es una pendejada, por tantas curvas - dijo el Guille. Siempre termino vomitando en esos interprovinciales de mierda.
- Bueno, entonces, ¿cuándo mismo partimos? Recuerden que tengo que avisar a mi tío en Bogotá que vamos a ir.

- o -
Llegó el día de partir. Ni había sido fácil, ni empezaría a serlo. Tuvimos el dolor de no poder llegar completos a ese día, el "Gato", el de la famosa idea, el que nos había sugestionado para embarcarnos en esa aventura, nuestro amigo "calladito", no podría acompañarnos. Sus padres. Eran un ejemplo de lo que la clase media alta experimentaría a lo largo de más de quince años de decadencia. Habían tenido una pequeña fábrica de muebles, un departamento en las afueras de South Beach, una finca de recreo en La Maná, unas cuantas acciones de una empresa de Pasadena y una casa de estilo italiano en Los Olivos. En cinco años, sólo les quedaba la casa. Eso y un orgullo sin bases, inconsecuente con la realidad de sus bolsillos, que con el tiempo sólo adquirían telarañas.

Los "felinos" - padres del Gato - no le permitieron ir. Aunque sería más justo aclarar que los más probable es que no tuvieran el dinero suficiente para que el Gato pudiera hacer el viaje como lo debían hacer los que tienen "plata". Para alguien de la posición del Gato era simplemente inadmisible el viajar en bus - aunque fuera de categoría Platinum -, hospedarse en la casa de un familiar de un amigo - es decir, un perfecto desconocido, que por ser colombiano podría ser narcotraficante - y mucho menos viajar sin sus dos mil dólares y un par de tarjetas de crédito. Era preferible que el Gato no conociera Bogotá, antes que rebajarse a la categoría de los "pata en el suelo" de sus compañeros.

Con mucha pena nos despedimos del Gato. No sabría decir si era tristeza o alivio lo que vi en su rostro. Siempre fui mas perceptivo que mis coetáneos y creo - casi a ciencia cierta - que nuestro "pana" no tenía intenciones de viajar, así que sus padres no hicieron más que facilitar su escape.

Nuestros padres estaban todos en la Terminal esa noche. Eran las 19h30. Nos esperaba un bus y una aventura. Después de todo, mi propia abuela es colombiana y fué mi abuelo quién la conociera en su primer viaje a Colombia. Dicen que por leyes pendulares, el destino se repite - en ocasiones - en los descendientes. Ese era el principal temor de mi padre, que no pudo menos que aconsejarme que usara preservativos.

- Cuídate mucho, mijito - me dijo mi tía. Para ella, que había conocido la Colombia de otras eras, no veía un peligro en el viaje. Pero, siempre pueden suceder los imprevistos y los siniestros.
- Claro que sí - le dije. Decidí que no iba a llorar, después de todo, era un gran día para nosotros. O una gran noche.
- Hijo, tenga mucho cuidado. Mejor no vaya a beber nada. Y dele mis saludos a Enrique. - me dijo mi padre. Ese gran hombre que me quería tanto y que en esos días apresurados no sabía apreciar.
- Abuelita, por mi no se preocupe. Apenas llegue los llamo - le dije a mi dulce abuela. La mujer más diáfana, cristalina y firme que conozco. No se de alguien que pueda combinar de forma más sabia la bondad, la disciplina y el amor infinito de quien se sabe doblemente madre.

Partimos. Guayaquil se veía más intensamente activa que nunca desde la plataforma más alta del Terminal Terrestre. Los vendedores agolpados en las afueras del Terminal, los buses que entraban y salían de la ciudad, la fuerza vital de un pueblo grande de dos millones de bípedos atareados.

Mientras el bus ajustaba su marcha en medio del flujo continuo de carros, gentes y perros, nosotros nos despedíamos - asumiendo que sería temporal - de la ciudad que nos vió crecer. En el ánimo colectivo del trío de oro, el viaje empezaba a aumentar el saldo del espíritu positivo. Era temprano para declarar el éxito de la jornada, sobre todo por el vejestorio en que nos desplazábamos.

Continuará ...

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