Es bueno de vez en cuando bajar el temperamento y permitir que a su vez se acrecente un poco el tono emocional positivo, para permitir que la cromatográfica de la vida pase de los grises rutinarios a los tornasoles que anuncian una explosión lumínica de alta intensidad: estoy feliz.
Es diferente ser feliz que estar feliz. Lo primero es menos transitivo que lo segundo, si acaso se le puede dotar de un grado. Estoy como esos barcos correctamente enfilados hiriendo con el mástil (o su equivalente prosapio y coloquial) la losa del firmamento. Tanto creo en mirar de frente, que no me importa la estela que dejo detrás.
Muchas vicisitudes encuentran los que caminamos con la espalda erguida y la mirada al infinito, los que soñamos con momentos mejores, con colectivos de prosperidad. Muchas son las horas que robamos al sueño, perdiéndonos en la sinuosidad desdibujada de nuestras reflexiones. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Porqué? y no menos: ¿quién?. Así son de amenos los momentos en que besamos con frialdad a nuestra musa: la soledad.
Pero hay segundos y hasta horas, en que la mente captura con la precisión de la cirugía un poco de ese maná sagrado que es nuestra recompensa y nuestro sentido en la vida y así experimentamos - aunque brevemente - el néctar dulce de la felicidad; esa especie de entrada al Nirvana, la liberación total de los sentidos permanentemente atrapados en el autoescrutino tan exhaustivo.
Estoy feliz, y eso me hace de un modo serlo. La marea amenaza con bajar y desplegar cuanto haya en el fondo, cuanto ojo humano haya podido avistar de la playa obscura y rocosa de mi ego. La marea baja, pero para la arena, queda el recuerdo salobre de su bendito paso.
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