Miseria. No necesito consultar el diccionario de la Real Academia de la Lengua para definirla. La observo sonreir en el rostro de un menor que me vende el periódico en las mañanas. Una faz sucia, teñida de la palidez de los cuerpos mal alimentados. La veo brillar en la hoja de acero del residente temporal de los penales que me pìde a gritos e insultos de todo tono: "Dame el reloj, chucha de tu madre o te mato".
Y en realidad, la miseria amenaza con asesinarnos a todos. De hambre, de violencia, de deshumanización.
Pero, ¿de donde viene? ¿Quièn o quiénes son los responsables? ¿Quiénes han fabricado esta raza periférica infraurbana que amenaza y que nos pide compasión? Todos lo hemos hecho.
Hemos sido responsables desde el momento en que hemos permitido que la ignorancia nos domine. Le hemos extendido la mano a la corrupción, al principio con temor, vacilantes, pero después hemos hundido nuestra conciencia allí donde dejamos de preocuparnos por hacer el bien. Y nos hemos preguntado a diario ¿qué nos pasa?
La miseria que vivimos todos, desde el que habita en peluco-landia hasta el que sobrevive a saltos y tumbos en el Bastión Popular es el resultado de lo que hemos hecho. Hemos desdeñado de la ética y la hemos reemplazado con la Ley del Embudo, pretendiendo ignorar que causa y efecto es una ley universal aplicable no sòlo a la física, también lo es a la dinámica social.
Y una vez más me atrevo a pregonar desde la esquina en la que me escondo de los verdaderos miserables: Mejoremos nosotros, todos los que creamos en un mañana promisorio. No seamos los auténticos miserables, los que fabrican dolor, los que encuentran en dogmas la justificación a la violencia, los que defienden su mezquindad, los que hurtan sin miedo, los que destruyen lo poco que hemos logrado.
Trabajemos, vivamos, no nos quejemos. No esperemos que el Gobierno soluciones nuestros problemas, porque eso no va a pasar. Destruyamos la miseria que nos invade la mente. Ya no tenemos que ser pobres de espìritu.
Laboremos con la voluntad comprometida en crear. Ampliemos, no hagamos más angostos los caminos. Compítamos. Con libertad, con equidad, con justicia. No vamos a hacer cambiar el mundo, pero cambiaremos nosotros y eso es lo que importa. El mundo seguirá girando hasta extinguirse y nosotros ya no estaremos, pero habremos hecho de nuestra vida una secuencia de eventos digna de repetirse, aunque sólo sea en la memoria de quiénes nos hayan conocido.
Vivamos el cambio en todos los sentidos. Mejorar debe ser nuestro lema. Aprendamos a soñar sin limitaciones y a poner los pies en firme cuando se trate de pensar. Miremos introspectivamente para reconocer ese niño que una vez fuimos y aprendamos a conducir nuestro espíritu con las misma libertad de un infante.
Y cada día. Cada día demos gracias por estar vivos, por gozar de la facultad humana de poder cambiar nosotros mismos y a nuestro entorno.
Ahora que se aproxima la elección de los asambleístas, recordemos siempre que la elección está en nuestras manos. Que no importa a tendencia, sean verdes o colorados, ninguna constitución va a reemplazar la acción que la historia requiere de nosotros.
Con la corrupción que nos consume internamente, ningún planteamiento político, de cualquier punto cardinal del horizonte político, repito, NINGUNO va a funcionar.
¡Arriba mi país y abajo la miseria que nos mata lentamente!
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